(
Disponible a partir del 15 de febrero de 2021)
El
asesinato como una de las bellas artes
“Pero
carne con su vida, que es su sangre, no comeréis”.
Génesis 9:4.
En 1827 un periodista, crítico y escritor británico, hijo de un adinerado comerciante y educado en los mejores colegios de Bath, Winkfield, Manchester y Oxford, publicó “Del asesinato considerado como una de las bellas artes”.
Thomas de Quincey, que pese a su origen burgués no tuvo una vida fácil, se atrevió a definir en su cuarta obra la fantasía del crimen como un acto estético. “Del asesinato considerado como una de las bellas artes” está dividido en tres “actos”. A cuál más provocador. Y supone una audaz propuesta, tan escandalosa como temeraria que aunque irónica, fue tomada por literal: “…supongamos, a continuación, que la pobre víctima ha dejado de sufrir, y que el miserable que le ha dado muerte se ha esfumado y nadie conoce su paradero; supongamos, finalmente, que hemos hecho cuanto estaba a nuestro alcance al estirar las piernas y correr tras el fugitivo, aunque sin éxito -abii, evasit, excessit, erupit-, llegados a este punto, ¿de qué sirve la virtud? Bastante atención le hemos dedicado ya a la moral; le ha llegado el turno al gusto a las bellas artes...”. Y añade: “¿Qué debe entonces hacer? Debe dirigir el interés sobre el asesino. Nuestra simpatía debe estar con él (…) Pero en el asesino, tal un asesino con el que un poeta admitiría, debe estar violenta alguna gran tormenta de pasión -celos, ambición, venganza, odio-que creará un infierno en él; y dentro de este infierno nosotros miraremos...”.
Desde que Caín mató a Abel, la figura del asesino ha generado una particular mitología. Y no importa cuán atroz, sangriento o feroz sea el homicidio. Con el tiempo quienes vivimos inmersos en ese mundo terminamos por insensibilizarnos. Hasta el punto de definir como “un caso precioso” los crímenes cometidos por tal o cual asesino…
Forenses, criminólogos, policías, criminalistas, abogados, jueces… Al final, la sangre, en suficiente cantidad, termina siendo el mejor disolvente para la sensibilidad natural. Para la empatía con las víctimas. Eclipsadas, en casi todos los casos, por el resplandeciente protagonismo del asesino.1
Hasta que durante la investigación -al menos este es mi caso-, tienes la oportunidad de conocer a las viudas o los viudos. A los huérfanos. A los padres, hermanos, amantes o amigos de las víctimas. Y entonces el golpe de realidad disuelve todo rastro de deslumbramiento por el criminal, y la lucidez vuelve a imperar sobre esa fascinación anti natura por quien se atrevió a transgredir lo que muchos solo han fantaseado.
El crimen no solo destruye la vida de la víctima. También destruye la vida de su familia. Y despedaza la familia del criminal, estigmatizada socialmente para siempre.
Y cuando, como también es mi caso, tienes la oportunidad de conocer al homicida, de mirarle a los ojos, de escuchar sus justificaciones, descubres que los asesinos no son esos personajes sofisticados, atractivos, inteligentes y glamurosos que ha dibujado el cine y la literatura en nuestro inconsciente colectivo. Todo lo contrario.2
Pero es imposible luchar contra esa imagen que Hollywood ha perfilado de los grandes psicópatas. Tanto es así que incluso los criminales más brutales, sanguinarios y despiadados han continuado seduciendo a las masas una vez capturados y condenados.
Asesinos en serie como Ted Bundy, Kenneth Bianchi, Jeffrey Dhamer, Richard Ramírez, etc., recibieron cientos de cartas de admiradoras mientras estaban en prisión. Al igual que infames terroristas, líderes sectarios, violadores en serie, etc., como Charles Manson, Anders Breivik o Dzhokhar Tsarnaev. 3
Varios de ellos, como Ramírez, Manson o Bianchi, incluso llegaron a casarse en la cárcel con alguna de sus admiradoras más fascinadas, que se atrevían a definirse a si mismas como “feministas”.4
Los médicos tienen nombres para esas parafílias que convierten a los terroristas, violadores y asesinos en serie en objeto de deseo: hibristofilia y enclitofilia. A mi me parece simplemente una puta enfermedad.
Hay más. Muchos de esos psicópatas homicidas, una vez condenados, se convirtieron en “artistas”. Como si quisiesen, a posteriori, validar las irónicas reflexiones de Thomas de Quincey sobre la naturaleza poética y estética de su comportamiento. Y aunque a mi tal pretensión me parece blasfema, miles de fans de los asesinos en serie están dispuestos a pagar auténticas fortunas por cuadros, dibujos, poesías o canciones, creadas en prisión por los peores criminales de la historia. Los psiquiatras también tienen nombre para eso: murderabilia.
Es obvio que la figura del malvado fascina. Como la del vampiro. Aunque en su origen era una criatura repulsiva, durante el último siglo el cine y la literatura fueron mutando su estética, desde el monstruoso Nosferatu de Murnau al apuesto Drácula de Coppola. Convirtiendo al vampiro en el villano más seductor de la historia.
Hoy muchos asesinos -los que me atañen directamente- se identifican con esa imagen sofisticada, romántica y glamurosa, que nada tiene que ver con el origen histórico del mito. Y plasman en sus “obras de arte” los mismos argumentos que esgrimieron sus abogados durante el juicio: sus creencias sobrenaturales como atenuante o eximente de sus crímenes.
Unos se confesaron adoradores de Satán, otros se creían vampiros y algunos incluso afirmaban perder la forma humana y convertirse en lobos durante los asesinatos.
Es esta una dimensión diferente de los vampiros, hombres-lobo o adoradores del diablo. La más cruda y real. Ajena al folclore, la literatura, la antropología o la sociología. Estos no son un mito. Ni una leyenda urbana. Ni un producto de las tradiciones orales. Son criaturas sin alma ni empatía, capaces de matar, descuartizar y beber la sangre o comer la carne de sus víctimas, convencidos de que tienen esa necesidad vital para sobrevivir.
Por supuesto no todas las personas que se creen un vampiro o un hombre-lobo cometen homicidios. Algunos acuden a mataderos para solicitar amablemente poder beber la sangre de los animales recién sacrificados. Otros lideran cultos luciferinos en los que los adeptos acceden libremente a que su sangre sea consumida por el oficiante. Y los hay que se limitan a acudir a la carnicería del barrio para poder comer carne cruda. Pero todos tienen algo en común: sus creencias.
En este cuaderno de campo no voy a hablarte de mitos ni folclore. No soy sociólogo. Tampoco de la historia de la leyenda del vampiro o del hombre-lobo. No soy historiador. Ni de las enfermedades como la hipertricosis, porfirias, carbunco, rabia o tuberculosis, asociadas al mito o la práctica vampírica. No soy médico.
En este cuaderno te hablaré de los vampiros y hombres-lobo reales. Los de carne y hueso. Los que viven mimetizados en la sociedad. Entre nosotros. Vecinos, amigos, compañeros, padres, hijos… Y también de quienes, aprendices de Van Helsing, están dispuestos a matar -y matan- a quienes consideran a su vez encarnaciones del mal.
Te propongo un viaje vertiginoso y arriesgado al rincón más oscuro de la naturaleza humana. Aquel en el que aflora la herencia genética homicida de nuestra especie. Una especie que nació con un asesinato. El de Abel a manos de su hermano.
Un lugar siniestro y sombrío donde Darwin no
tiene cabida. En el que millones de años de evolución involucionan,
para dejar aflorar la naturaleza más perversa y sanguinaria de
nuestra naturaleza. En el que, en
pleno siglo XXI, como en los tiempos de los aztecas, celtas,
cretenses, mayas, vikingos, etc., se recupera la creencia de que un
asesinato podría tener una justificación sobrenatural. Y que la
sangre, como en el sacramento católico de la comunión, es la
portadora de vida y purificadora de los pecados para criaturas
hematofágicas con apariencia humana.
Mi viaje al siniestro mundo de los vampiros y los
hombres-lobo comenzó, como todos, a edad muy temprana. En las
entrañas frondosas, verdes y salvajes de mi Galicia natal…
Cazando vampiros en el siglo XX
Ya. Supongo que hoy suena ridículo. Pero para
aquel adolescente obsesionado con el mundo de lo sobrenatural y el
misterio, agazaparse entre las lápidas del cementerio de A Raña
(Pontevedra), esperando a que el sol se pusiese y la noche se hiciese
dueña y señora del camposanto, resultaba la única opción
razonable. Al fin y al cabo, estaba intentando cazar a un vampiro…
Ya. Entiendo que parece absurdo. Incluso a
mediados de los años 80 del pasado siglo XX. ¿Quién puede tomarse
en serio la leyenda de los vampiros? Pero es que los testimonios que
mis compañeros del Grupo FENIX
y yo habíamos recogido eran demasiado coincidentes como para ser una
invención.
Durante meses habíamos entrevistado a diferentes
testigos que afirmaban haber visto a un vampiro -así, con todas las
letras- en diferentes cementerios gallegos.
Ya. Asumo que es increíble. Pero todos los
testigos que habíamos encuestado en Marín, Poio, Pontevedra, etc.,
coincidían absolutamente en la descripción que hacían del
misterioso personaje: alto, delgado, pálido, vestido de época,
ataviado con una capa negra y roja (alguno incluso dudaba
si eran alas) y con unos prominentes colmillos asomando entre
sus labios, que afirmaban haber avistado mientras visitaban la tumba
de algún familiar, en tal o cual camposanto. Y tras tantos años
investigando fenómenos anómalos, sabíamos que lo aparentemente
increíble con frecuencia es real… aunque no necesariamente como lo interpretan los testigos.
Eran personas que no tenían ninguna relación
entre ellas. No se conocían. No vivían en la misma ciudad. Pero
describían exactamente lo mismo. Así que por inverosímil que
resultase su relato, era evidente que algo estaba ocurriendo en
nuestros cementerios.
Sin embargo, el testimonio que nos hizo tomarnos
la historia del vampiro más en serio, fue el de un joven trabajador
del Matadero Municipal de Pontevedra, situado al lado de la A-6 y muy
cerquita de la iglesia de Santa María de Alba, quién nos aseguró
que en varias ocasiones se había presentado en sus instalaciones un
joven que describía como moreno, alto, delgado y vestido con un
traje de época y capa, solicitando que le permitiesen beber la
sangre de los animales recién sacrificados…
Como si se tratase de una encarnación física
del Drácula más clásico de Béla Lugosi o Christopher Lee en la
Galicia de finales del siglo XX con su capa, colmillos y todo. Como
un viajero del pasado, arrancado de las páginas de la genial novela
de Bram Stoker y materializado de la nada en nuestra realidad.
Inaudito. Inaceptable. Imposible… Y sin embargo era real.
Así que, agazapado entre las lápidas del
cementerio municipal de “A Raña”, en Marín, aguardando a que
llegase la noche, volví a repasar las pilas de la linterna y la
grabadora y el carrete de alta sensibilidad de mi austera pero
resistente Zenit 11. Tan dura y pesada que podía utilizarse para
hacer fotos, o como arma de defensa personal a falta de estacas de
madera. Y esperé…
Tras nuestra alocada aventura, tomando “al
asalto” de madrugada la sede satánica de los Lucifer Friend´s
en A Coruña, esta vez no había conseguido “engañar” a ninguno
de mis compañeros del grupo para que me acompañase.
En invierno anochece muy pronto. A las siete de
la tarde, con el cementerio todavía abierto, la oscuridad ya había
caído sobre el camposanto. Desdibujando las espectaculares vistas de
la ría que se pueden contemplar desde el lado oeste.
Escondido entre tumbas, nichos y panteones,
aguardé a que terminase el horario de visitas y los enterradores
cerrasen la verja metálica para regresar a sus casas. Ahora solo
estábamos los muertos y yo, aguardando la visita del vampiro...
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