Los cuadernos de campo son el mayor tesoro del investigador. Al menos del
investigador que opta por encuestar directamente a los testigos, protagonistas de los fenómenos anómalos.
En ellos se atesoran los recuerdos,
las anécdotas, los trucos y estrategias para acceder a esos testimonios. Son la
bitácora, el diario de ruta de toda investigación.
Con caligrafía precipitada,
indescifrable para todos salvo para el autor; con dibujos toscos, planos
improvisados, redactando a pesar de los bamboleos del tren, coche o autobús,
ahí están plasmadas para siempre, las primeras impresiones, las primeras
reflexiones y las primeras dudas de cada caso. Las primeras piezas del puzle,
recogidas sobre el terreno, que después intentarán ser ensambladas, consultando
a otros especialistas, comparando el incidente con otros recogidos en la
bibliografía especializada, solicitando análisis de las pruebas recogidas,
peritando fotos y videos, etc.
Porque, nos guste o no, el relato
humano es la primera pieza del rompecabezas. Casi todos los casos comienzan –y
la mayoría terminan- con el relato de un testigo. Pero nuestras primeras
impresiones sobre su expresión no verbal, la orografía del terreno, la decoración
de la casa, ubicación de la “escena del misterio”, etc, son pistas recogidas,
en caliente, y de un valor incalculable para una correcta valoración de cada
episodio. Comentarios que, con el paso de los años, pueden diluirse en la
memoria, pero permanecen inalterables sobre el papel…
Pero solo pueden comprender a que
nos referimos los investigadores que trabajan sobre el terreno. Los otros,
igualmente dedicados, no usan cuadernos de campo.
Compiladores, analistas,
investigadores de gabinete o laboratorio… no encuestan a los testigos, no lo
consideran necesario. Nutren sus análisis y especulaciones en el trabajo de los
primeros, y es lícito. Sin embargo, se pierden una parte fundamental de toda
investigación.
Esto no significa que sus
valoraciones y reflexiones sean imprecisas. Probablemente ellos no están
influenciados por la pasión que implica el trabajo de campo. Una inversión de
tiempo y dinero reservada a los estudiosos más intensamente apasionados por el estudio de
las anomalías, y por ello tal vez más subjetivos. Pero sin duda son
incompletas.
Esta realidad ha creado una
paradoja. Y de la misma forma que existen criminólogos que jamás han visto un
cadáver ni han hablado con un criminal, informáticos que jamás han escrito
código o programado, abogados que jamás han ido a un juicio o han defendido a
un detenido… existen “expertos” en ufología que jamás han acudido a entrevistar
a un testigo OVNI. Y son la mayoría.
El trabajo de campo permite al
encuestador un contacto directo con la raíz primigenia de los llamados
fenómenos anómalos: el testimonio humano. En toda su dimensión. Las emociones
que puede transmitir, o no, el testigo al relatar su supuesta experiencia; los
quiebros en la voz, el temblor en las manos, el humedecimiento de los ojos…
nada de eso llega a los analistas y compiladores que permanecen en sus estudios
o se nutren solo de información bibliográfica o digital para sus reflexiones.
Pero hay más.
El contexto… el lugar donde
supuestamente se han producido los hechos. “La escena del misterio”. Lugares que,
con el paso de los años y de los casos, llegan a repetir patrones, que hacen
sentir al encuestador una sospechosa familiaridad, pese a que jamás habían
estado allí.
La decoración, distribución y
arquitectura del domicilio donde supuestamente se producen las anomalías… que
recuerda poderosamente contextos de casos similares.
Los tics, personalidad o expresiones
de los testigos, separados en el tiempo y en el espacio, que en ocasiones
llegan a pronunciar exactamente las mismas palabras para describir la anomalía
que aseguran haber protagonizado… Y en algunos casos excepcionales, muy
excepcionales, permite al investigador convertirse en testigo del fenómeno…
Todo eso, y mucho más, queda
reservado a los cuadernos de campo del encuestador. Ya es hora de que vean la
luz.
Porque para contarlo, antes hay que vivirlo...
Porque para contarlo, antes hay que vivirlo...
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